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El vicio de leer. Mi experiencia lectora

Tras la interesante propuesta diferenciadora de Edith Wharton en “El vicio de leer” sobre lectores mecánicos y lectores natos, es inevitable que uno, como estudiante de literatura, quede absorbido por la necesidad y la incertidumbre de averiguar a qué bando pertenece. Es natural; quien aspira al profesionalismo verdadero en este ámbito, debe hallarse en una continua y frustrante búsqueda del perfeccionismo en su trabajo. Haré hincapié en que, posiblemente, es el arte (y en este caso, el vicio de la lectura) una de las ramas más demandantes en cuanto a la constante demostración de intelecto y, por qué no, alimento del ego como servicio al alma. Resulta una hipótesis desafiante e irreverente, pero que con seguridad sucede con elevada frecuencia.

Como preámbulo para el análisis propio de categoría lectora, haré una breve recapitulación de lo expresado por la escritora estadounidense en cuestión. Según ella, el lector mecánico es una oda a la exactitud que termina consumiendo la esencia del acto de leer: busca momentos apropiados, lugares y técnicas perfectas para hacerlo, y materializa una constante lucha por organizar en tiempo y forma lo obtenido por su lectura. Así mismo, se dice que su contraparte, el lector nato, se perfila como aquel que abandona los formalismos y explora la literatura sin protocolos; su única intención es el entendimiento y el disfrute de lo que lee sin limitaciones espaciales ni temporales. Por otra parte, propone que mientras el lector mecánico se preocupa por el dominio de los más eruditos cánones literarios, el nato absorbe con entusiasmo las diversas obras que lleguen a su alcance, para luego apropiarse de las que fungieron como los aportes más importantes.

Tomando como base lo recordado, comienzo la formación del objetivo pertinente en estas líneas: ¿quién soy como lector? Con humilde (y quizás obligada) honestidad, me declaro lector mecánico, un pretencioso oficial de la literatura que convierte su experiencia con ella en un estricto esquema de búsqueda de la perfecta erudición. Naturalmente, y como cualquier pretendiente de la cultura que busque limpiar su fama en el presumido ámbito, me defenderé exponiendo que, por momentos, hago el mayor esfuerzo por obtener determinados méritos de lector nato, y así demostrar la deseable naturalidad de quien decide inmiscuirse en este tipo de asuntos artísticos. Sin embargo, reitero que la balanza de mi experiencia lectora, se inclina (aún no sé si afortunada o infortunadamente) hacia el lado mecánico y más puramente premeditado.

Profundizaré el discurso de mi situación con la terrible confesión de que, a estas alturas, aún me considero un tanto rezagado en cuestiones de lectura. A pesar de los años de experiencia que tengo en la formación de mi cultura literaria (que por supuesto poseo al menos en decente cantidad para estar en donde estoy) y mi esfuerzo cotidiano por alcanzar mayores niveles de obras relevantes leídas, cada vez me siento más rodeado de novedades y cánones que parecieran haber sido símbolos indispensables de ciertos momentos de la vida de otros, y que haciéndolos analógicos con los míos, yo los consideraba inimaginables. Quizá sea un exceso de exigencia personal, pero por momentos me encuentro envuelto en la terrible y absurda sensación de tener que contar con estrictos antecedentes de todo lo aprendido en los imponentes salones de clase, complementados por sus experimentados profesores y alumnos. Como si en verdad tuviera un sentido adelantarse a los “tiempos perfectos” del aprendizaje. Evidentemente, es en esta problemática donde se origina mi peculiar necesidad de convertirme, sin querer, en un lector mecánico con notables aspiraciones de trascendencia que, tristemente, no se logran en corto plazo. Y estas aspiraciones, predeciblemente, derivan en mis habituales dotes de lector natural.

Intento ser lector nato, muchas veces, en contextos que resultan engañosos. Me aventuro constantemente a encontrar entusiasmo en laberintos literarios en los que, por desgracia, me encuentro por instrucción. Trato de nacer en lecturas que no me pertenecen, que simplemente no resultan compatibles con el arte que busco. Sin embargo, y para tristeza de quienes compartan mi idea, me veo obligado al ya explicado autoengaño literario con el irónico afán de convertirme en un mejor lector. Es algo muy similar a intentar llegar a un fin por medio de su más ardiente contradicción. Con lujo de certeza, esto es algo a lo que quienes nos desarrollamos en este ambiente tenemos que recurrir con una frecuencia que logra caer en lo indeseable.

Dejando de lado el posible trauma personal y entrando en lo objetivo, comenzaré a concluir con lo verdaderamente relevante: ¿cuál es la labor del lector, y por ende, su técnica de lectura más adecuada? Esto definitivamente deberá presentar variaciones dependiendo de las obras leídas, su público ideal y su contexto preciso. Así, no se leerán de la misma manera un best-seller motivacional de Coelho y una novela de Cervantes o Joyce. En el primer caso, se comienza siendo un lector poco experimentado y, probablemente, puramente mecánico. En el caso que sigue, es indispensable presentar suficiente amor y paciencia a la lectura como para soportar los recovecos semánticos y estéticos que nos ofrecen autores de este talante. Aunque también hay que pensar en la posibilidad de que, por su misma complejidad, a veces es en parte necesario acercarse a los grandes clásicos con esquemas precisos, con tácticas que salen de nuestra zona de confort para obtener lo mejor de la lectura. Finalmente, hemos llegado a la parte en la que, según el autor de estos párrafos, se presenta la fusión entre ambos tipos de lectores.

Termino con algunas interrogantes. ¿Cuál es la mejor manera de leer? El lector lo determinará por gusto y necesidad. ¿Qué sucede con el estudiante de letras? Creo firmemente que está obligado a adoptar ambas posturas como exigente espectador de la literatura y sus mundos. Al final de cuentas, y como ya propuse, hay veces en que las obras se atacan por ambos lados. Y por último, pero no menos importante: tomando en cuenta estas problemáticas, ¿leer bien es un arte? Más bien es un don adquirido. El verdadero arte es lo que se domina, y quien lo hace, se lleva una buena rebanada de la belleza de la expresión escrita. Después de todo, Wharton se lleva el mérito de ponernos entre la espada y la pared de una manera tan efectiva.


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