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El placer de robar libros

Hace algunos años, en X feria del libro de X ciudad, tuve la oportunidad de encontrar varios volúmenes maravillosos de la literatura, como las geniales traducciones de Alianza Editorial o los autores exclusivos de Anagrama. Así que, como buen adepto al consumismo, hice uso de todo el dinero que disponía para conseguirlos. Por desgracia ese dinero no fue mucho y hubo que decirles hasta la próxima a algunos de ellos. Sin embargo, ya cuando me disponía a retirarme de la feria con el modesto botín, un libro me tomó de la vista y casi pude escuchar que decía con voz cansada pero no sin algo de sensualidad: no te sorprendas, soy yo y no soy yo, me volverás a encontrar y me perderás. Por su puesto, era El libro de Monelle. No pude disimular la emoción de haber encontrado ese libro que yo creía algo raro (inocente de mí, lo sé), pues la única vez que había tenido oportunidad de leerle había sido en un volumen muy gastado, manoseado y maltratado de la USBI, forma que le dota de cierta belleza “poética” al libro, ahora que lo pienso. Pero en ese momento fue hermoso haber encontrado a Monelle en ese estado inmaculado, con esos tonos tan vivos y ese empaste tan firme y en su lugar… Obviamente tenía que ser mío, solo un imbécil o un necio se resistiría a escuchar los relatos de las pequeñas rameras que titiritaban de frio. Quisiera decir que traté de sacar dinero de donde sea o pedir prestado, pero el llamado había sido dado en ese momento y como es bien sabido: las pequeñas rameras solo salen una vez de la muchedumbre para cumplir una misión de bondad. Sencillo, decidí robarlo. Sin dilemas morales, sin vergüenza, y con una precisión y frialdad que incluso hubiese querido presumir en el momento. Salí contentísimo de esa feria. Que me disculpen las buenas conciencias pero el placer es grande cuando se hurta algo tan bello. La cosa terminó ahí. Hasta que un día vi un artículo en una página de Facebook en la que una librería ventilaba imágenes de un chico que había robado un libro. Según los dueños de la librería, lo hacían para exhibir al muchacho y para que las autoridades procedieran como es debido. Lo más llamativo fue el alud de comentarios al final de la nota. Se había desatado una polémica. La gran mayoría creía que era un acto vil, algo absolutamente condenatorio. Aquellos que trataban de abogar por el muchacho aludiendo a su condición de estudiante, su hambre por el saber y los altos precios que manejan las buenas editoriales, solo se topaban con pared. El veredicto era claro: el muchacho era un criminal y de los peores, de los que roban cultura. Solo hasta ese momento sentí culpabilidad por haber robado aquel libro (y obviamente uno que otro que robé después). ¿De verdad era tan malo robar un libro? Digo, en si el hecho de robar ya es condenatorio, pero entonces ¿Por qué queremos tanto a esos Robín Hood? ¿A esos Dillinger? Obviamente la moral es flexible, lo que importa es el carisma, un ladrón sin carisma es un simple rata. Y ya poniéndome riguroso ¿Qué hay de todas esas copias en PDF que pululan en la red? Obviamente son ilegales y muchos de mis conocidos hacen chiste de su amplia biblioteca de PDF’s. El robo ya no lo es tanto cuando se hace costumbre de todos. Al final, creo que el acto de robar libros podrá ser algo reprochable, criminal y todo aquel epíteto negativo que se le quiera agregar. Pero no deja de ser, tampoco, un acto de rebeldía, un acto de sublevación ante la ignorancia que nos devora, ante una realidad indiferente en la que todo se mide por un valor monetario. Ya Roberto Bolaño alentaba a sus lectores a practicar el robo de libros, incluso dando ciertos consejos y métodos, pero bajemos un poco a la tierra: los profesores universitarios, que saben de las carencias por las que pasa un estudiante, divulgadores genuinos del saber que no dudan en compilar textos de varios libros y fotocopiarlos para sus alumnos ¿Quién chingados dijo que los pocos volúmenes que hay de x libro en la biblioteca de humanidades va impedir que los jóvenes lean el texto? No se trata de hurtar por hurtar como un cleptómano, se roba por hambre, de esa hambre que hace hueco en el espíritu y que solo puede saciarse con unas buenas tabletas literarias de amplio espectro (750mg. diarios hasta que desaparezcan los síntomas. Contraindicadas para hipócritas y advenedizos).

El caso al fin y al cabo, es que cuando se tiene hambre de conocimiento, de cambio mental y social, robar un libro es un placer (y un deber) equiparable al orgasmo discreto de aquellas pequeñas rameras que titiritaban de frío.


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